10.3.23

Los orígenes de la cultura, de René Girard

Para reseñar un libro cualquiera acostumbramos a seguir un esquema. Según ese esquema lo propio es empezar dando escuetamente los datos biográficos del autor. En el caso de René Girard hay una parte sencilla, y es que nos consta que nació en Francia en el año 1923, que la mayor parte de su vida académica transcurrió en Estados Unidos, y que allí murió en el año 2015. Lo complicado viene cuando queremos ponerle algún rótulo al campo de estudio al que se dedicó, o sea, atribuirle una disciplina académica. No es fácil determinar si fue un teórico de la literatura, de la religión o un antropólogo. Podríamos decir que fue un poco los tres con la peculiaridad de que lo fue siempre desde la perspectiva de la teoría mimética (aunque eso realmente ayudará poco al que desconozca qué es la mentada teoría). 

Afortunadamente, en la página 155 de Los orígenes de la cultura el mismo Girard afirma que le gusta que le llamen “antropólogo clásico”. Así que, como en estos tiempos de sacralización de las identidades auto percibidas sería impertinente hacerle cualquier alegación, se queda con ese título.

René Girard fue pues un antropólogo clásico de larga vida cuyos intereses intelectuales empezaron en la literatura, continuaron en la antropología, y culminaron en los estudios religiosos. Siempre desde una intuición inicial de que Aristóteles tenía razón cuando dijo que el ser humano se distingue de los otros animales en que es mimético (ahora sabemos que los animales también pueden ser miméticos, pero no es cuestión de corregir al Estagirita con datos científicos del siglo XX). Aunque esta idea nunca se abandonó del todo en la historia cultural de Occidente, sí transitó por caminos secundarios. Con la llegada de la modernidad y su encumbramiento del yo original a toda costa esta concepción del hombre se convirtió directamente en anatema. 

Girard rehabilita esta tradición orillada y le da estructura. No es el primero en hablar de mimetismo, pero nadie lo había hecho antes con tanta profundidad y sistematicidad. Epistemológicamente también se sale de lo habitual, ya que menosprecia la filosofía y privilegia la buena literatura, en la que ve un documento que avala la condición mimética del ser humano. Luego, más adelante, también incluye los Evangelios y los relatos mitológicos, con los que va ampliando su corpus teórico y llega a la idea del chivo expiatorio y la universalidad del sacrificio. Las conclusiones que fue sacando en este periplo intelectual, casi por coherencia lógica, le llevaron a convertirse al catolicismo. 

Los trágicos sucesos del once de septiembre del 2001 en Nueva York le dieron notoriedad internacional, ya que esa mezcla de violencia y religión parecían confirmar sus propuestas teóricas.  


Su obra no es una lectura fácil. Demasiado intelectual francés por muchas millas de distancia que hubiera puesto entre su país y él. Tiene un vocabulario propio que hay que conocer previamente para entenderle, y hay una serie de ideas cuyo conocimiento se le presupone al lector para poder captar todos los razonamientos. Sus libros son distintos capítulos de un opus final y es complicado seguir la trama si nos faltan entregas previas. 

Por eso es ya lugar común recomendar Los orígenes de la cultura como libro iniciático en el cosmos girardiano. Es un libro de entrevistas, lo que es algo habitual en su bibliografía. Esto significa que no está del núcleo duro de su obra, como La violencia y lo sagrado o Shakespeare: los fuegos de la envidia, y que va a permitirse hablar de sus convicciones religiosas, algo que se prohibió a sí mismo en sus libros del canon para evitar que pareciera que sus creencias personales determinaban sus conclusiones científicas. 

Los orígenes se publicó originalmente en el año 2004, con casi todos sus libros ya en circulación, y da, ciertamente, una buena panorámica de su obra. La versión española apareció dos años después en Trota y la traducción es de José Luis San Miguel de Pablos, lo que es importante señalar, ya que como veremos más adelante la pluralidad de sus traductores es un problema añadido a la recepción en el mundo hispánico. 

Este libro es un diálogo con Pierpaolo Antonello y Joao Cezar de Castro Rocha. Principia con una introducción contextualizadora escrita a cuatro manos por estos académicos, algo que el lego agradecerá. Desde el principio anuncian que van a darle un tono de “biografía intelectual” al libro, y así lo hacen. A la introducción le siguen seis capítulos de entrevistas que, si bien no son compartimentos estancos en cuanto a lo temático, si tienen cierta homogeneidad. Esta edición se cierra con un último capítulo que es un texto escrito por Girard en el que refuta ciertas acusaciones que le lanzó Régis Debray.      

El contagio mimético en el mundo académico hace que nadie reconozca que utiliza fuentes secundarias y presuma de leer a los autores, incluso a los más complicados, directamente, a pecho descubierto. Nosotros tenemos la vana ilusión de salir de ese mimetismo y, antes de analizar Los orígenes de la cultura, reconocemos desprejuiciados que no leemos nada de Girard si consultar primero René Girard, de la ciencia a la fe, el libro de Ángel Barahona. Esta no es una excepción y admitimos que escribimos esta reseña con este texto de vigía.

De hecho, Barahona resume con acierto el contenido del libro en su manual. Citamos in extenso: 

Este libro es una autobiografía intelectual que repasa los descubrimientos de Girard a lo largo de toda su carrera intelectual. Los entrevistadores, Pierpaolo Antonello y Joao Cezar de Castro Rocha intentan reconstruir, en el curso de una serie de diálogos desarrollados de forma sistemática, las principales ideas de la teoría girardiana a lo largo de todo su desarrollo. Entre los tres tejen la trama sintética de lo que es la teoría hasta el día de hoy: la violencia como un dato omnipresente en los “orígenes” de la cultura humana; el deseo mimético como desencadenante de esa violencia; el chivo expiatorio como mecanismo para contener la espiral de violencia y devolver el equilibrio al grupo; las Escrituras judeocristianas como clave hermenéutica de la cultura; y, por último, el papel único del cristianismo en la historia. 

Además, repasan una a una las críticas recibidas a lo largo de su desarrollo y tratan de responderlas críticamente. (pág. 178)    


Hemos dicho que Los orígenes de la cultura tiene seis capítulos que, si bien son permeables entre sí, giran cada uno en torno a un tema principal.

El primero, “La `vida del Espíritu`”, se centra en la biografía y la formación académica de Girard. El segundo capítulo se titula “´Una teoría con la que se puede trabajar¨: el mecanismo mimético” y es básicamente una cartografía de los conceptos girardianos. Es el capítulo al que Barahona dedica más espacio, y se entiende porque pocas veces nos vamos a encontrar una exposición tan clara de la teoría mimética como aquí. El tercer capítulo, “El escándalo del cristianismo”, gira en torno a la teología y también tiene peso en el libro de Barahona. Aquí nos topamos con ese tercer “momento” de la obra girardiana que es la variante teológica. Para legos en la materia, como es nuestro caso, esta es la parte más nebulosa de su pensamiento. El cuarto capítulo versa, entre otras cosas, sobre el tema del sacrificio como origen de la cultura. Aquí se critica a varios antropólogos; es de hecho el capítulo más “antropológico” del libro.  En el capítulo quinto (“Fuentes y crítica de la teoría: de Frazen a Levi-Strauss”) Girard empieza hablando de sus fuentes de inspiración, que dice que son los mitos clásicos y la revelación cristiana. El sexto y último capítulo, “Método, evidencia y verdad”, trata el complicado tema del rigor epistemológico de Girard y está poblado de referencias a Mentira romántica y La violencia y lo Sagrado. En esta edición de Taurus encontramos, como dijimos al principio, un capítulo independiente en el que Girard se defiende de los ataques de Regis Debray en un libro del año 2003, o sea, cuando Girard era una moda tras el derribo de las Torres Gemelas. Tiene bastante de recapitulación de cosas ya dichas en la entrevista, por lo que no es un añadido "impertiente".


Girard empieza el segundo capítulo resumiendo su teoría en un par de brochazos.

La expresión “mecanismo mimético” recubre una amplia serie de fenómenos: designa, de hecho, todo el proceso que se inicia partiendo del deseo mimético, sigue con la rivalidad mimética, se exaspera en la crisis mimética o sacrificial y concluye con la fase de resolución que cumple el chivo expiatorio. (pág. 51)

Después sigue con las definiciones más precisas. Distingue primero el deseo mimético del apetito. El apetito es un mero asunto biológico; se convierte en deseo mimético cuando entra en juego la imitación del modelo (deseamos algo porque lo tiene o lo desea nuestro modelo). La mediación con el modelo puede ser externa, como con una estrella de cine, y sus objetos serán inaccesibles para mí, por lo que no se genera rivalidad; es una mediación pacífica. El problema es que la mediación puede ser también interna, con alguien próximo a mí, como un amigo o un vecino; entonces sí se genera rivalidad, porque el objeto de deseo puede ser accesible, y el modelo se siente amenazado.  La imitación se vuelve recíproca, el modelo pasa a ser como el sujeto, y llega un momento en que el objeto ya da igual: sólo queda la relación entre dobles, que además cada vez es más recíproca, cada vez se parecen más entre ellos, y por ello es más conflictiva. Hemos terminado en una crisis de indiferenciación.  

Los entrevistadores tratan de enmendarle la incongruencia entre el deseo mimético y la autonomía individual, que es algo que resulta escandaloso para la modernidad occidental. Pero Girard, lejos de verlo como algo anti humanista o liberticida, lo considera precisamente lo verdaderamente humano. Somos miméticos desde los primeros balbuceos, y eso es lo que nos sociabiliza y hace que podamos aprender: es precisamente lo que nos eleva por encima del plano meramente biológico. 

Girard distingue a continuación, contra Freud, imitación de mimetismo: les separa el grado de conciencia.

La teoría mimética del aprendizaje se vio confirmada con el descubrimiento de las “neuronas espejo” por parte de investigadores científicos. Sin embargo a Girard le parece que este hallazgo no sirve para explicar la mímesis de apropiación ni la rivalidad mimética. (Parece minusvalorar investigaciones que podrían respaldar sus teorías. Aquí ciertamente parece que vemos una inesperada crisis mimética: Girard se siente amenazado por unos neurólogos que dicen cosas parecidas a él y compiten por arrebatarle la exclusiva de la teoría mimética).

A continuación Girard se explaya referenciando extensamente mitos antiguos que respaldan sus teorías. Éstos hablan de luchas entre dioses o entre dioses y hombres por pocos objetos de deseo, pero lo crucial viene cuando vuelve al mundo actual, donde las mediaciones externas que eran Dios o el Rey ya no están tan presentes, y todos nos hemos igualado socialmente; además hay una proliferación industrial y mediática de objetos de deseo. Todos estamos al mismo nivel ahora, deseando las mismas cosas. 

(Girard no lo dice así, pero podríamos afirmar que la rivalidad mimética se ha vuelto loca porque la globalización es una mediación interna a escala planetaria. Antes, en comunidades pequeñas que competían por cuatro vacas y un par de doncellas, se podía canalizar la rivalidad mimética con mecanismos sencillos. Ahora estamos en espacios cuánticos en los que desconocemos si funcionarán aquellos viejos remedios caseros.)         

Entre las páginas 61 y 69 Girard responde a las preguntas sobre lo que es el “chivo expiatorio”, que es el paso siguiente a la crisis mimética dentro de la teoría girardiana. La rivalidad mimética genera energía de conflicto y se expande. Intervienen nuevos dobles que se ven interpelados por el objeto en disputa. Llegamos a “la guerra de todos contra todos” de la que hablaba Hobbes. Para evitar la autodestrucción se busca a una víctima a la que responsabilizar de todos los males, se le separa del grupo y se le sacrifica. Se canaliza en ella toda la violencia colectiva. La víctima puede ser elegida al azar o no, pero suele ser alguien inválida, forastera o con algún rasgo físico llamativo. Su selección es “una mezcla de arbitrariedad y necesidad” (pág. 66) 

El sacrificio original que causó un nuevo orden social se convierte en un hito, y es repetido simbólicamente ya de forma ritual; se institucionaliza, y su recuerdo hace entrar en razón, trae la calma. Crea estructura; así surge la cultura. Primeros son los sacerdotes, que emergen entre la comunidad para garantizar el rito. Luego viene todo lo demás. 

Girard enmienda a la Ilustración, y defiende que no fueron los sacerdotes, o los caciques en general, los que crearon el trampantojo ritual para consolidar una jerarquía, sino que todo ello vino después. Las relaciones de poder no con causa sino consecuencia del sacrificio original. “La humanidad es hija de lo religioso” dirá Girard en la página 68.

Para que el sacrificio del chivo expiatorio funcione, y con él todo el mecanismo que estamos describiendo hasta ahora, tiene que darse algo así como un “desconocimiento” de su artificio por parte de sus protagonistas. Aquí nos topamos con el tema de la traducción al que nos hemos referido al principio. Barahona mantiene el término francés méconnaissance (algo así como “mal conocimiento”) porque cree que “desconocimiento” no significa exactamente a lo que se refiere Girard, y porque considera que no existe una palabra española equivalente. El traductor de Trota empero sí utiliza “desconocimiento” (Nosotros no sabemos qué opción es la más adecuada, pero sí imploramos una uniformidad en las traducciones, porque lo último que necesita Girard es dificultades añadidas).

“Desconocimiento” o méconnaissance es lo que hace posible que el mecanismo funcione, porque si los sacrificadores supieran que lo que hacen no es verdaderamente lo que creen no funcionaria. Pero no es algo inconsciente, o no al menos en sentido freudiano. 

(Volverá sobre el tema en las páginas finales del último capítulo, donde contrastará su propuesta con la de Freud y utilizará el cuento "La carta robada" de Edgar Allan Poe como ejemplo.)

Las últimas páginas de este segundo capítulo se centran en una idea que ya se trató al principio del mismo, la del mimetismo como medio de transmisión cultural, como algo positivo. Girard descubrió un continente pero no tuvo tiempo para explorarlo todo. Se le reprocha que tiene una visión pesimista del ser humano, y todo para él son rivalidades y luchas, pero hay una variante optimista y liberadora de la teoría mimética que sencillamente no tuvo tiempo para desarrollar, pero que está ahí, lista para que otro aventurero nos haga un mapa de ella.    


El tercer capítulo giro en torno a la religión y también tiene mucho peso en el libro de Barahonra. Como vimos,  durante su formación, casi como consecuencia lógica de sus investigaciones, el antropólogo clásico francés se hizo católico; de hecho su obra no sólo es compatible con el catolicismo sino que, a decir de muchos teólogos como Von Balthasar, lo enriquece (también tiene teólogos retractores, hay que decir).  

Girard plantea un nuevo enfoque de la lectura de la Biblia desde Las cosas ocultas. Para él, como para Simone Weil, ésta es también un tratado sobre el hombre. La compara con los mitos arcaicos, que también son fuente de conocimiento, y con los que hay diálogo intertextual. No siempre, pero hay muchos casos en los que los Evangelios dan respuesta al constante tema que hay en los mitos del chivo expiatorio, y su respuesta es el perdón, el desmantelamiento del mecanismo, el desvelamiento de la méconnaissance (el ejemplo que más desarrolla es el de José y sus hermanos, pág 98 y ss).

La gran aportación en concreto del cristianismo es que “para librarse del sacrificio, hay que renunciar incondicionalmente a las represalias miméticas, es decir, ¨poner la otra mejilla¨ como dijo Jesús” (pág. 90) Es la única manera de evitar las espirales de mimetismo violento. “Jesús salva a los hombres porque su revelación del mecanismo del chivo expiatorio, al privarnos cada vez más de protección sacrificial, nos obliga a abstenernos crecientemente de practicar la violencia si queremos sobrevivir” (pág. 92)

Hay tres apartados en este capítulo que consideramos de especial interés, porque Girard habla de tres referentes de la historia del pensamiento occidental que fueron influyentes en su obra. Uno es Nietzsche, en la página 84, en la que alaba sus intuiciones, pero lamenta que no se diera cuenta de que lo apolíneo, el caos, y los perseguidores de inocentes, que tanto defiende, lejos de ser algo liberador, son expresión mimética de la unanimidad. (También en la página 105 y 106 habla sobre el filósofo alemán. Le parece que la frase de “Dios ha muerto” quiere decir que nosotros lo hemos matado, lo que implica un sacrificio y por ello una refundación religiosa de la sociedad. Son palabras profundamente rituales y sacrificiales; contra Heidegger, no es meramente una cantinela modernista, sino que es una llamada a inventar un nuevo culto.)  

Luego, en la página 91, hablará de Freud, y tangencialmente de Darwin. Ambos parecen gustarle con matices, pero de los dos lamenta que su laicismo a ultranza les llevara a cierta simplicidad teórica final. Sobre Freud dice que tanto Moisés y la religión monoteísta como Tótem y tabú son documentos que sustentan la teoría mimética, y por ello, e indirectamente, refuerzan el mensaje bíblico. 

El tercer pensador que comenta es Eric Auerbach. En las páginas 94 y 95 nos encontramos con su Mímesis. Elogia esta obra, pero dice que su autor no llega a ver lo esencial, que el mecanismo sacrificial en el que la víctima antes de ser culpable es divina. Pero sí ve que hay una diferencia entre la mentalidad griega y la judía, y que nuestra cultura debe más a los Evangelios que a los relatos homéricos. Entre otras cosas porque la Biblia tiene más complejidad psicológica que Homero, por ejemplo, que se limita a alternar pasiones muy básicas en sus personajes, y además desarrolla sus relatos en un tiempo mítico donde los personajes tienen su destino trazado de antemano, mientras que en la Biblia encontramos una dimensión temporal reconocible. 

(En la pág 178 volverá sobre él y ahora dirá sobre Mímesis que es una obra maestra, y que aunque Auerbach casi da con la teoría mimética, no llegó a cerrar el círculo).

En la página 99 y siguientes pasa a comentar el episodio de Salomón, que trata extensamente en Las cosas ocultas, y sobre el que vuelve aquí para matizar lo que ya dijo allí. Le parece un texto anti sacrificial por excelencia, y dice que, aunque históricamente se ha equiparado a Cristo con Salomón, es la actitud de la madre la que anuncia el verdadero sentido de su sacrificio en la Cruz. Algo que dice también es que revisó el pasaje de Salomón desde la antropología, pero que tendría que haberlo hecho desde los Evangelios. 

El capítulo se cierra con las posibilidades de libertad del hombre. Es cierto, sostiene Girad, que todo deseo es mimético, pero también que podemos resistirnos como hizo Jesús, un ejemplo que debemos seguir. “Porque hay dos modelos supremos: Satán y Cristo. La verdadera libertad está en la conversión del uno al otro” (pág. 107). Satán, por cierto, “es más bien un tropo, una poderosa metáfora para describir la unanimidad de la multitud cuando acusa a la víctima de ¨ser culpable¨, y la asesina a continuación, sin el menor remordimiento. Podríamos decir que Satán es un no-ser en el sentido de que es inconsciente del mecanismo.” (pág. 109)

(Estas líneas hacen legible, de repente, Veo a Satán caer como el relámpago. Sin duda Los orígenes de la cultura es un impagable manual de instrucciones para la lectura de la obra giradiana.)

En cuanto a la cabecera del capítulo, “escándalo” viene de skandalon, que Girard traduce como “piedra de tropiezo mimético” (pág. 108) y se asocia tanto a Satán como a Cristo.


En el cuarto capítulo Girard empieza comentando el rótulo que le puso Michel Serres de ser “el Darwin de la cultura”, que parece alegrarle, y aprovecha para volver a criticar a Darwin desde la admiración. Lo ve compatible con la teoría mimética, pero lamenta, una vez más, su ceguera para lo religioso. Porque toda la cultura humana viene de lo religioso y uno de los problemas de las ciencias sociales de los últimos siglos -y esto es algo que claramente le separa de sus colegas en la academia- es que el menosprecio de lo religioso es hegemónico. 

En este capítulo se analiza la teoría mimética como transmisor de cultura y como explicación de los comportamientos sociales. Inevitablemente tenía que aparecer Konrad Lorenz, al que dedican varias páginas. Girard se reconoce influido por La agresión: el pretendido mal, donde Lorenz habla también de señalamientos de chivos expiatorios. Pero, por supuesto, finalmente, el padre de la etología se quedó corto para Girard porque no habla de sociedades humanas sino de animales. Y si bien los humanos son animales, hay una dimensión simbólica en los hombres que ni Lorenz no Darwin quieren ver, y que marca la diferencia. Porque la esfera simbólica es la que hace que los hombres busquen un “centro simbólico” (pág. 120), que es lo que suministra el chivo expiatorio.  Aunque Lorenz hablara de un chivo expiatorio entre los animales, que los hay, no tienen capacidad simbólica como para convertirlos en el inicio de un nuevo orden cultural. 

El centro originario es fundamental para Girard, no pueden surgir sociedades descentradas. Luego, cuando ya empieza a haber comunicación, instituciones e intercambios, ese centro puede difuminarse. Luego aparece otra forma de contención social que es el miedo a la muerte. Los tabús y prohibiciones que hacen posible la convivencia vienen de la necesidad de protegernos frente a la violencia y la muerte.

“La violencia es absolutamente central en todo cuanto se refiere a los inicios de la cultura”, dice Girard en la página 137.  

El chivo expiatorio es fundamental en los orígenes de la cultura porque, según Girard, la domesticación de los animales se debió al interés por tenerlos listos para el sacrificio. Al principio esta domesticación fue antieconómica, pero así algunas comunidades se evitaban tener que sacrificar a sus vecinos, o a un forastero que asimilaban para luego matar. En la América precolombina no se domesticaron casi animales porque se sacrificaban humanos. Una vez que se han suprimido los sacrificios, la humanidad no ha domesticado ninguna especie animal nueva, señala Girard.


En el capítulo quinto Girard empieza hablando de sus fuentes de inspiración, que son los mitos clásicos y la Revelación cristiana. Luego habla de James Frazer y La rama dorada, que le parece aprovechable pero que se malogra porque su laicidad furibunda le impide descubrir el mecanismo de la rivalidad mimética. Luego se distancia de Gabriel Tarde, porque aunque le interesa parte de sus propuestas sobre la imitación, dice que no le han influido nada. También expresa su disconformidad con Levi-Strauss.

Pero este capítulo tiene especial interés porque en él Girard critica a sus críticos, según se lo presentan sus entrevistadores. Hay uno, Valerio Valeri, que dice que introduce “una oscura metafísica del deseo” en La violencia y lo sagrado; Girard parece especialmente molesto con la inclusión del término “metafísica”, que él no ve en ninguna parte. Sin duda Girard tiene su propia interpretación del término, que está lejos de las connotaciones aristotélicas.

Luego los entrevistadores hablan de Elisabeth Traube, que le acusa de ser poco empírico, de no hacer investigaciones de campo.  Aquí Girard se defiende diciendo que utiliza investigaciones de arqueólogos y paleontólogos que sí han estado en los sitios con la pala, y que el empirismo es a menudo falaz porque selecciona los datos que mejor confirman las tesis iniciales. Pero luego dice que de cualquier manera los descubrimientos arqueológicos siempre acaban confirmando su teoría mimética, lo que lleva a sospechar que a su vez el también adolece del vicio empírico cuando le conviene. Lo que sí es indiscutible es lo que dice a continuación, de que lo políticamente correcto es la mayor amenaza para la antropología, porque desvergonzadamente lleva a la selección interesada de datos.

Esto se relaciona también con su crítica al relativismo cultural. Girard es un autor ajeno al mainstream entre otras cuestiones porque para él todas las culturas nacen de una violencia originaria. Si se limitara a decir que Occidente surgió así, no había problema, pero como dice que también en África o en la Polinesia hubo el sacrificio de chivos expiatorios, se le acusa de ser un europeo prejuicioso. Aquí vuelve hablar contra el relativismo cultural y lo políticamente correcto. 

Otro de los críticos de Girard es la nueva estrella intelectual Bruno Latour. Este autor, recientemente fallecido, acusaba al Girard de menospreciar el objeto como tal en las rivalidades miméticas. Girard explica que el objeto sólo se diluye en el apogeo de la crisis, pero hasta entonces siempre ha estado presente. (chascarrillo de la tuberculosis) 

Luego reconoce que en efecto no todos los mitos caben en su esquema, pero para él lo notorio es la cantidad de ellos que sí lo hacen.

Cuando las críticas se hacen constructivamente y desde una gran categoría intelectual, honran al criticado. Cornelius Castoriadis, según sostienen los entrevistadores, le dijo en un debate a Girard que los griegos también se preocuparon por las víctimas, no sólo los cristianos. También le preguntó que cómo era posible creen en Dios y en la ciencia a la vez. Girard responde a ambas obviedades y uno no puede dejar de preguntarse si no habrán caricaturizado al bueno de don Cornelio, al que no nos imaginamos sosteniendo estas puerilidades.

Este capítulo, en el que nos ha quedado claro que Girard está a contracorriente de los antropólogos contemporáneos, se cierra con la pregunta por la metodología de su sistema y se enlaza con el siguiente.



El sexto y último capítulo trata el complicado tema del rigor histórico.Tras varias páginas en las que Girard referencia mitos que confirman sus teorías, los entrevistadores le plantean la cuestión de la falsabilidad de las mismas en sentido popperiano. Su argumento es que hay cosas que son indiscutibles sin necesidad de ser falsables, como el carácter ilusorio de la brujería. No necesitamos falsar datos para concluir que quemar a señoras estaba mal, nos parece una verdad fundamental por nuestra visión de los derechos humanos (su argumento quizá no es muy sólido).

Otra de las cuestiones en la relación del investigador y el objeto de estudio dentro de la teoría mimética. Para comprender hay que lidiar con la “herida narcisista”, en términos freudianos, que es esta teoría. Nunca somos originales y nuestro deseo no es libre. Es algo complicado de aceptar, y un observador que no lo tenga claro siempre puede caer en el riesgo de no comprender el fenómeno que observa. 

En cuanto a la convención de una separación entre dos culturas, una literaria y otra científica, parece evidente que Girard tampoco la acata, y para él la literatura es un instrumento de investigación científica. Los grandes escritores le llevaron a descubrir su teoría. Un ejemplo, en el que se explaya, es Shakespeare.  

Las últimas páginas del capítulo se centran en Carlo Ginzburg, padre de la microhistoria, al que elogia. Paradójicamente, Ginzburg es muy crítico con Girard, si bien sus teorías a veces son muy similares. Es curiosa esta afinidad porque de hecho la lectura de ambos autores presenta ciertas similitudes y perplejidades: con los dos, leamos lo que leamos, siempre tenemos la sensación de que no hemos empezado por el libro adecuado, que hay algo que nos perdemos, y que necesitaremos mucho tiempo para poder entender su particular cosmos intelectual. 

Ginzburg desarrolla la idea de “paradigma indiciario” como método de investigación antropológico, que recuerda a las novelas policiales. Hay que resolver un misterio de hace siglos, y más que buscar datos falsables, tenemos que especular como un detective y encontrar la prueba del delito. Para ello también hay que estar pendientes de las pruebas indirectas, las que pudieron escaparse a los propios testigos. Por ejemplo, nadie parece consciente del mecanismo del chivo expiatorio in situ, lo deducimos por pruebas indirectas. 


En esta edición de Taurus encontramos, como dijimos al principio, un capítulo independiente en el que Girard se defiende de los ataques de Regis Debray en un libro del año 2003. Tiene bastante de recapitulación de cosas ya dichas en las entrevistas previas. 

Reprocha a Debray hablar de la religión como si nada hubiera cambiado en los últimos siglos. Y que se acuse a la religión de la violencia. Como si el cristianismo estadounidense fuera una fuerza fundamentalista equiparable al terrorismo islamistas, cuando no lo es claramente, entre otras cosas cuando un simple cambio de gobierno en Washington podría sacar a los círculos cristianos próximos a Bush, o sea, que lo político impera sobre lo religioso.  También que no ha leído bien su obra y le cita con desconocimiento,  de hecho Debray no parece conocer la idea del chivo expiatorio. También le acusa de plagiar a Tarde, un autor que ya sabemos que no le influyó.

Pero lo que amerita una respuesta, nos dice Girard, no son los espumarajos sin acierto, sino la tesis de Debray que sí tienen cierta razón. Por ejemplo cuando se extraña de que el mundo académico no se hable de toda la violencia que hay en los mitos arcaicos. Debray también piensa que para comprender la violencia son más útiles los mitos que la filosofía.   

Debray, de fondo, lo que dice es que Girard no puede tener razón porque su obra conduce al cristianismo, que es una religión y por lo tanto genera violencia. Aquí Girard responde extensamente. Es cierto que la muerte de Jesús se parece mucho a los mitos arcaicos del chivo expiatorio, pero los cuatro evangelios añaden un matiz que lo cambia todo. Ahora la víctima es inocente, y su asesinato ritual no ha servido para nada. El cristianismo desmantela el mecanismo, trae la paz, es el centro sobre el que construir la civilización.    


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