Julián Marías, nunca suficientemente vindicado, decía que hay que distinguir los tiempos desesperados de los desesperanzados.
Los primeros no necesariamente son consecuencia del fracaso, ya que
puede que provengan de un gran cambio que haya trastocado los cimientos
sociales y que la desorientación momentánea empuje a buscar nuevos
horizontes, a menudo con vigor y expectativas renovadas. Los tiempos
desesperanzados sin embargo son mucho más negativos porque se esfuma
toda ilusión de mejora, se prescinde del futuro e impera la creencia de
que la situación puede perpetuarse indefinidamente hasta la hecatombe
final; el desesperanzado ni siquiera desespera, advierte Marías, porque
ya todo le da igual.
Los resultados de las últimas elecciones, parece obvio, nos han arrojado a tiempos desesperanzados.
No hay ya posibilidad de que recuperemos la dignidad como país y no va a
haber reformas: la casta ha salvado sus muebles. Una victoria electoral
que se nutre principalmente de millones de pensionistas y funcionarios
-es decir gente a la que la economía les da igual porque tienen unos
ingresos garantizados- ha encumbrado a un presidente gris cuyo único
programa es el inmovilismo.
La desesperanza se propaga y
los más jóvenes sienten que tienen que buscar otras latitudes donde
vivir si quieren sacarle rédito a sus estudios; o quien tiene hijos
pequeños sabe que estos crecerán en una sociedad mediocre y amoral, con
uno de los peores sistemas educativos de Occidente. Y los que salimos
adelante como buenamente podemos nos refugiamos en el cinismo o el
apoliticismo, cruzando los dedos, esperando no bajar un peldaño más en
los próximos meses en nuestra calidad de vida.
¿Habría cambiado algo de esto si las cosas hubieran sido diferentes tras las elecciones de Diciembre?
Seguramente no mucho, desde luego no profundamente, pero al menos nos
moveríamos en otro escenario, uno tal vez más vertiginoso pero innovador
y de alguna manera ilusionante.
Si Podemos, o más concretamente Pablo Iglesias, se hubiera abstenido ante
el intento de formar gobierno de Pedro Sánchez, o le hubieran permitido
ser presidente dos años -o dos meses-, si hubieran tenido una actitud
menos prepotente y más flexible Mariano Rajoy estaría ya en el
vertedero de la Historia y el Partido Popular sería un partido en
descomposición. Eso no hay que olvidarlo. Por supuesto que nunca fue la intención de Pablo Iglesias que Rajoy saliera fortalecido, seguro que no entraba en sus planes el motto
troskista de “cuanto peor mejor”; fue solo un error de cálculo, pero en
política los errores de cálculo se han de pagar, más cuando el
responsable ejerce de intelectual visionario y la embarrada ha sido tan
espectacular.
Sin embargo no parece que el líder podemita
tenga intención de asumir sus faltas, no da la impresión de que esté
pensando en hacerse a un lado o replantear la estrategia. Nos topamos
entonces con un problema grave: el líder de Podemos no solo no
consigue movilizar ya a su electorado, lo que es preocupante, es que
además su presencia sí consigue activar al electorado conservador, que básicamente votan a un insustancial para cortarle el paso a él.
Ahora ya está claro que Pablo Iglesias es el arma de Rajoy para perpetuarse en el poder.
A todos estos burgueses bolivarianos les ha tomado la delantera Pedro
Arriola, mucho más al tanto sin duda de cómo piensa el español de a pie.
Ya han tenido dos ocasiones en los últimos meses para ganar las
elecciones, o al menos ser decisivos, pero claramente han fallado y
tocado techo electoral.
Podemos tiene que sumirse en la desesperación,
correr riesgos, tal vez cambiar de ruta, repensarse, buscar nuevas
ideas y otros liderazgos; o sea, entender que vienen tiempos duros que
pueden anunciar una nueva pleamar. La alternativa es seguir como hasta
ahora y convertirse también en indolencia, confundirse con la acidia
ambiental, perder toda esperanza, caminar apáticos de la mano de
Iglesias hacia la mayoría absoluta de Rajoy.
Desesperación o desesperanza. Es imperativo elegir ya.
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