La tecnología ha transformado nuestras vidas de manera tal que ya
casi no concebimos al ser humano sin ella. Tal vez quedan reductos del
neolítico en algún paraíso amazónico o en algún oasis africano, pero la
inmensa mayoría de la población, incluso los campesinos o los que viven
espacios urbanos míseros, tienen una vida configurada por internet, los
transportes de mercancías transoceánicos, el arroz transgénico y los
vehículos a motor.
Por supuesto la tecnología está mal distribuida
en el globo y ahora es complicado discernir si esta desigualdad es el
origen o la consecuencia de los desequilibrios socioeconómicos que
padecemos. Además, al estar transformando sistemáticamente al ser humano
y sus modos de sociabilizarse, está generando una nueva civilización
que muchos abominan. Hay toda una serie de tecnófobos que con desigual agudeza han plagado el siglo XX de invectivas contra la civilización tecnológica. Ivan Illich, Lewis Mumford y John Zerzan,
por ejemplo, son autores interesantes que levantan acta de muchas de
las fallas de este mundo en que vivimos. Proponen, respectivamente, la
cultura humanista, las pequeñas comunidades y el tribalismo
anarcoprimitivista como posibles horizontes alternativos hacia los que
orientar a la humanidad. Quizá las soluciones no convenzan, pero los
análisis sí. Sobre todo hay que admitir que la tecnología tiene un
carácter problemático que hay que encarar –principalmente en el tema de
la inequidad.
A todos nos gusta que cuando el dentista nos saca
muelas lo haga con sedación y cachivaches impolutos, que podamos
mantener contacto por internet con amigos que conocimos en lugares
lejanos gracias a los aviones, y que cuando vamos a ver a la abuelita
podamos ir en metro y no andando, que cansa mucho. Pero es cierto que
hay un poco de exceso, de invasión tecnológica en nuestras vidas.
Sin
embargo la antitecnología es una causa perdida, aunque no exenta de
atractivo estético. Antes o después surgirán cafés donde se pida a los
parroquianos que dejen sus utensilios telefónicos en la entrada y
disfruten conversación presencial; se pondrá de moda desenchufar todos
los aparatos electrónicos en fin de semana y limitarse a divertirse con
la familia; incluso tal vez veremos cómo se alquilan casas veraniegas
sin electricidad.
Pero serán pequeños simbolismos que nunca
evitarán la fatalidad de tener máquinas varias que de hecho sí pueden
mejorar la calidad de nuestras vidas.
Por supuesto con esto
discreparían los tecnófobos, que niegan la mayor: que dependamos de la
tecnología y la usemos, incluidos ellos, demuestra los esclavos que
somos, no lo necesaria que es la tecnología.
En España también hay autores interesantes que están tratando el tema. Entre otros, Félix Rodrigo Mora
es un prototipo de intelectual –signifique esta palabra lo que
signifique- que poco a poco está cuajando en una reducidísima pero leal
audiencia. Y Juanma Agulles, más joven.
Hay un nuevo libro de este último, En los límites de la conciencia, que es similar al Non legor, non legar, su anterior obra. Ambos son compilaciones de textos más o menos independientes con cierto reguero temático unificador. En Non Legor,
la literatura como forma de política –inolvidables textos sobre Sartre y
Bukowski-; y en el último reflexiones contra la tecnología, como una
aproximación interesante a Günther Anders, un autor no muy conocido pero
cuya lectura nunca deja indiferente, y otros estudios sobre cómo la
tecnología modifica el arte o las estructuras económicas.
Probablemente
estos libros, como los autores mencionados, no convencerán a los que no
estaban convencidos previamente y no servirán para hacer retroceder el
uso de tecnología en nuestras vidas, pero su lectura es interesante y
cultivará la siempre necesaria interrogación sobre las características
del mundo en que vivimos.
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