Una ventana al mundo puede ser una oportunidad para evitar el destino de algunos organismos: la autofagia.
José Ferrater Mora
Los
españoles se ahogan entre sus propios espumarajos, tal vez por
costumbre. Siguen con pleitos decimonónicos en tiempos cuánticos. Hay
mil sucesos locales y globales que podrían encarar, pero prefieren
seguir resentidos y biliosos, acusando de sus miserias al vecino, que en
la mayoría de los casos está tan vapuleado como ellos mismos. El
Cotarro lleva cuarenta años emponzoñando a la ciudadanía convenciéndonos
de que entre zurdos y diestros, centro y periferia, creyentes y no
creyentes, la convivencia es imposible y el odio legítimo. Ahora que
sabemos que todo era un circo para mangonear mejor, la rabia se
reorienta hacia los que se beneficiaban de plantar cizaña. Es un buen
primer paso, pero sigue sin superarse el abotargamiento de quien lleva
demasiado tiempo encerrado en una casa con parientes que detesta.
¿Por qué no abrimos una ventana al mundo? Que entre aire. En lugar de regodearse en el olor a cerrado, en las paredes mohosas, echemos un ojo al paisaje exterior, y es más, salgamos. Individualmente desde luego funciona; no es lo mismo conversar con alguien que ha vivido en el extranjero y habla idiomas, que con quien no se ha movido de su barrio. El primero gana por lo menos en perspectiva. Y seguramente sucedería algo similar si a grandes capas de la población, que aunque físicamente no puedan viajar, se les mostraran con inteligencia las vivencias en otras latitudes.
En lugar de noticias tendenciosas sobre otras
regiones o sensibilidades políticas nacionales, que se hablara en las
televisiones de otras formas de convivir, mejores o peores, que se dan
en otros países. Que la reforma educativa en Letonia sea más noticiosa
que el último exabrupto de un político nacionalista, que la vida de los
indígenas amazónicos ocupe el espacio antes destinado a descalificar a
los votantes del partido político opositor.
Los medios de
comunicación no son inocentes. Trabajan con ahínco para convertirnos en
unos histéricos. Crean premeditadamente una narrativa de crispación y
resentimiento que tratan de imponer como si fuera la realidad, luego lo
injertan sobre el cuerpo social y a menudo fructifica. Pero nuestros
vecinos, nuestros amigos, los compañeros de trabajo, no son en realidad
como dice la televisión que son, no están sempiternamente encabronados.
En general están a otras cosas, son felices o desdichados por cuestiones
que nunca se reflejan en ningún programa televisivo.
Y viven en España sin estridencias, no la ven como un dilema metafísico o un desagarro permanente.
Si
dejaran las matracas pesimistas y biliosas, y sobre eso de estar todo
el día mirándose el ombligo nacional, las cosas mejorarían. España no es
un tema tan sugestivo, mientras que lo que sucede fuera de sus
fronteras a menudo lo es. O los avances de la ciencia, o los estrenos de
los teatros, o la situación de las ballenas antárticas. Hay infinidad
de cosas que podríamos mirar por las pantallas, que son las ventanas
globales, y que nos interesarían.
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